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Leo con cierta inquietud en una minúscula nota en el periódico local que otro ciclista ha sido atropellado en una rotonda. Otro. En una rotonda. O en un ramal o en un cruce. Siempre en los mismos sitios. Siempre en las mismas circunstancias. La invisibilidad del ciclista se multiplica en estos lugares concebidos sólo para mejorar la eficiencia de los automóviles y donde los que no lo son sufren las consecuencias, que además suelen ser invariablemente graves dada la indefensión de éstos.
Es fácil caer en la tentación victimista de demandar sobreprotección de los ciclistas ante este tipo de noticias. Es fácil generalizar y caer en la reducción del problema para argumentar la necesidad de un viario exclusivo para este tipo de vehículo sin carrocería, sin licencia y sin seguro. Es fácil hacer una manifestación exhibicionista para escenificar la vulnerabilidad de las personas que andan en bici y exigir respeto y educación. Lo que no es tan fácil es saber discriminar dónde y por qué los ciclistas necesitan ser defendidos.
¿Cuándo, dónde y cómo?
Las rondas, las superavenidas, las rotondas, los cruces semaforizados con giros en ámbar, los entronques sobredimensionados, las soluciones implementadas en muchas ciudades con magnitudes y características propias de autopistas son las que más condicionan los tránsitos de los «no motorizados» en el medio urbano. Son estas megainfraestructuras las que más ponen en juego la convivencia de los ciclistas con el resto del tráfico. Es aquí donde hay que actuar y donde hay que recordar las reglas del juego: el respeto debido, el derecho indiscutible, la distancia de seguridad y, por qué no, la segregación.
En el resto del espacio urbano la circulación en bicicleta es segura si el sujeto que conduce la bicicleta sabe comportarse, sabe interactuar y sabe identificar los escenarios y las situaciones. Así pues, alejemos la idea paradigmática de que los ciclistas, como especie protegida, deben de contar con un medio seguro y exclusivo para sobrevivir y para reproducirse en cautividad porque, en la inmensa mayoría de los casos, ese medio ya existe y se llama calle.
Visto de esta manera, el asunto es relativamente sencillo y se reduce a identificar esas megainfraestructuras y buscar las mejores soluciones a cada caso. Huyendo de las fórmulas hechas con plantilla y metidas con calzador, huyendo de soluciones posibilistas y de chapuzas improvisadas para salir del paso, huyendo de mallas y redes que no hacen sino generar una expectativa de protección necesaria y exigible que nunca se puede completar porque no hay espacio público disponible ni lo habrá.
Bastará con hacer un mapa de la ciudad, como se ha hecho en algunas ciudades, donde se recojan las calles tranquilas y donde se identifiquen y se localicen los puntos negros y los trayectos comprometidos. Y habrá que ponerse manos a la obra (no confundir obra con construcción) para resolverlos de la manera más natural y más segura posible desde la perspectiva de la bicicleta.
Todo lo demás es un juego obsceno, descabellado y auto-utopista que no hace sino retrasar la reconquista de las ciudades para las personas y la concurrencia de la bicicleta en las mismas de una manera natural y razonable, justificando acciones tan sangrantes como la invasión de las aceras y la discriminación de los viandantes.
El peligro de la sobreprotección
Porque si maximizamos la protección corremos el peligro de la sobreprotección cuyas consecuencias pueden ser más negativas porque puede llegar a rebajar las defensas de la especie protegida, crearle un espacio profiláctico antinatural en el que la percepción de confianza haga a sus especímenes más vulnerables ante el riesgo, a la vez que les haga convertirse en depredadores de especies más débiles en su reserva.

Publicado originalmente en Bicicletas, ciudades, viajes…

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